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martes, 19 de agosto de 2008

SOBRENADA - El día que Sebastián Candás volvió a Ítaca.








El día que Sebastián Candás volvió a Ítaca.

Hoy, después de la noticia de la que me acabo de enterar, recuerdo por sobre tantos recuerdos, una mañana en Philadelphia. Eso es lo primero que se me vino a la mente.
Estaba en la casa de mi madre. Ese día se cerraba un ciclo y empezaba otro. Desayuné solo, después de haber pasado una de las noches más felices de mi vida. Sebastián, mi hermano de 26 años, había vencido a la enfermedad que lo acosaba desde su nacimiento. La pulseaba fue dura. Ese era el ciclo que se cerraba. Decenas de médicos especialistas (todos los años aparecía el especialista del especialista), clínicas y hospitales. La morfina para el dolor, internaciones de urgencia, inyecciones para lo que fuere. Hubo un momento en el que, literamente, no le quedaban venas sanas en los brazos. Hasta el kinesiólogo, que venía 2 y 3 veces por día a casa, ya era un integrante más de la familia.
Crecimos así, rodeados de médicos, de resultados alentadores contra resultados desalentadores, como manos de truco en donde la esperanza de un siete de oro salvador, moría contra un lacónico ancho de espada. Así siempre. En cuanto asomaba la carta de la esperanza, el destino se encargaba de inventar una carta superior contra la vida de mi hermano y su enfermedad que le atacaba los pulmones y se lo comía poco a poco, con el correr del juego. Recién ahora me doy cuenta que esa lentitud que nos mataba a todos, era el tiempo que necesitaba él para que después de 26 años de espera, le llegara el ancho de espada.
Creo que siempre supo, mientras esperaba, mientras se alimentaba artificialmente y no conocía lo que era una "vida normal", que el ancho de espada estaba en el mazo. Era una cuestión de turno nomás.
Esa mañana en Philadelphia comprendí que todo esto había pasado. Solo tenía que bajar al garage, encender el auto e ir a buscarlo al hospital de la Universidad de Pennsylvania por última vez. Seby, que había entrado días atrás a un quirófano para su transplante, después de vivir los últimos tiempos con un respirador artificial, casi sin vida, se había salvado. Tenía el ancho de espada. Por primera vez en 26 años le había tocado y la muerte no tuvo más remedio que dejarlo en paz. No había forma de vencer a Sebastián Candás.
Recuerdo esa mañana, ya lo dije, como un ícono en los dias de mi memoria. Por primera vez en mucho tiempo me di cuenta de lo mucho que brillaba el sol, de lo lindo que era el verano en Philadelphia y sobre todo, que ir a visitar a Seby no era esta vez sinónimo de mala noticia.
Cuando llegué a la habitación, ya estaba listo. Esperando. Deshizo toda posibilidad de salir en silla de ruedas. Despectivo –como es él- al punto de la risa, le alcanzó un gesto para que la enfermera se diera a la fuga con la silla y no insistiera más.
Y rescato acá lo que más admiro de él. Supo quitarse de inmediato el mote de "enfermo". Se fue caminando y hasta quiso manejar. Me tienta pensar que fue él quien manejó en el camino de regreso a casa. Pero no quiero mezclar mi sensibilidad de este momento, con la fuerza de la verdad que tiene este relato. Sebastián Candás, mi hermano, salía de un transplante de pulmones, caminando por sus propios medios, como si hubiera entrado al hospital por un simple resfriado.
Muchos contaron y cuentan esta historia por amistad, afinidad o por atribución que no les corresponde. Yo la cuento como un integrante de "la troupe" de esa odisea y me siento un poco uno de los compañeros de Ulises en su intrincado regreso a Ítaca. Porque viví todos y cada uno de los días que llenaron 26 años de ese tremendo esfuerzo por no morir, sin en ancho de espadas en el mazo.
Éramos apenas una familia desbaratada por las corridas de la desesperación. Nadie reina en el caos. Es sabido. Pero éramos secretamente y sin libreto alguno, un equipo. Y cuando hablo de familia incluyo a muchos que no tienen categoría de padre o hermano.
Llegamos del hospital a la casa. Mi vuelo hacia Buenos Aires salía en unas horas, creo. Tengo en mi memoria dos recuerdos indelebles de esos últimos momentos. La primera caminata que hizo Seby con sus pulmones nuevos, en la cual caminé a su lado, alrededor del complejo en donde vivían con mi madre, en Philadelphia, como ya conté. Él sentía que el aire le entraba a los pulmones. Pero no hizo mayores espamentos. Solo se detuvo a disfrutar de esa dulce y muy particular revancha, de la que solo él era protagonista. El resto, salvo la heróica lucha de mi madre, fuimos el aliento sincero, pero no mucho más que eso. El otro recuerdo es una frase de Charly García que le dejé clavada en el respaldar de su cama (jamás supe si la leyó, pero eso es lo de menos):

Y si es un día gris
Y no me quiero rendir
Espero que estés vos
Que sos el único que me conocés…

Esa fue mi última tarde en Philadelphia. Ya no hacía falta volver. Era un capítulo cerrado.

Hoy, 10 años después de aquel día, Seby está casado, tiene una profesión, una casa, un perro y su mujer está esperando no a uno, sino a dos hijos. Mellizos!. Vaya si la vida da revancha! La vida da revancha a quien la pide con el alma. Él que estuvo por dejar su vida tantas veces, no solo no la perdió, sino que está creando dos más.
Hoy, además de tener a Seby, tenemos una familia completa.
Escribir esta crónica de manera tan resumida y vaga es casi una falta de respeto, pero es algo que no puedo dejar de hacer. Contarles mi real estado de felicidad a través de la palabra escrita, sería un acto de vanidad literaria.
Por eso escribir esta carta o no escribirla es lo mismo. Yo lo hice porque es la mejor forma que tengo de agradecerle no haberse entregado nunca. Mis dedos hablan mucho mejor que mi boca.
Me quedo con todos y cada uno de los detalles de lo vivido. No olvidar el dolor es una manera de valorar la alegría.
Me quedo también -insisto- con el honor de haber sido uno de los compañeros invisibles en el difícil retorno de Sebastián Candás a Ítaca.
.


Gustavo Bonino

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Gustavo, subjetivamente me encantó.
Sólo espero que nuestro Ulises se permita disfrutar tranquilo de sus tantas victorias.
Fofi.

Gustavo Bonino dijo...

Solo él conduce su barco. Ojalá pudieramos escribir las historias ajenas...
Sé desde el lugar que lo decís. Vos sos una pieza de su rompecabezas.
Yo deseo lo mismo, pero como dice Dylan "I wish that for just one time, you could stand inside my shoes" (desearía que tan solo una vez pudieras ponerte en mi zapatos...)
Abrazo Fofi, gracias por leerme. Lo valoro y mucho.
Gus